Tal vez en el mítico mundo de los orígenes, donde se pasean las sombras del inconsciente colectivo que nos habita, las únicas tareas de los gigantes constructores sean domesticar la luz y desafiar la gravedad. Para ello idean herramientas, ensayan prototipos y día tras día observan los rayos del sol que tallan el bosque o los escogidos guijarros planos que hacen saltar sobre los estanques.
¿Cómo entender si no la constante ilusión de hacer flotar los edificios, más o menos simulada, que nos acompaña? La invisible gravedad, que nos ata y nos vincula, mutuamente y con las cosas , espera nuestros desafíos, contempla cómo cada vez con menos materia se levantan las paredes y los esqueletos construidos, y escucha a los demiurgos anticipar un futuro en el que será muy fácil discernir entre los buenos y los malos edificios: “Bastará someterlos al peso: las buenas arquitecturas flotarían y las malas se hundirían con todo su lastre material y cultural”.
El juego del peso, la esgrima con las percepciones de ingravidez marca muchas de las estrategias de la creación de la forma arquitectónica contemporánea. Pero, además, la batalla contra el peso tiene otros frentes, menos relacionados con la percepción visual. Inmersos en la conciencia planetaria de la eficiencia y los cuidados al medio ambiente heredado, cuestiones como el aprovechamiento de los materiales disponibles, la tasación de la materia empleada en los procesos de construcción, la reducción de restos inútiles, el reaprovechamiento y la desmontabilidad apelan a la atención constante a la ya antigua pregunta de Buckminster Fuller: ¿Pero cuánto pesa su edificio?
Esa fue precisamente la cuestión a la que nos enfrentamos en el lugar más insospechado, diseñando la ampliación de una escuela infantil. Hubo un arquitecto municipal que realmente la formuló como paso previo a otorgar una licencia. La Guardería Infantil de Santa Eufemia podía disponer de un terreno libre casi contiguo, con dimensiones suficientes para albergar su crecimiento, en forma de espacio multiuso, con oficina, aseo y área exterior de juegos. Pero allí el supervisor municipal objetó una limitación numérica nada frívola. Bajo ese suelo se ocultaban los depósitos de la empresa comarcal de aguas. No era edificable. Enfrentados a la tragedia que este descubrimiento podía suponer para los ilusionados profesores promotores, improvisamos unas contrapreguntas: ¿y si la construcción pesara casi nada? ¿Cuánto podría ser casi nada?
La ancestral lucha por domar la gravedad tenía aquí objetivos cuantificados. A partir de entonces, todo el proceso del proyecto se orientó a no sobrepasar ese mínimo en la edificación, la sobrecarga de un camión de mantenimiento sobre los depósitos municipales, siempre a un coste de economía precaria. La estructura tubular ligera, los cerramientos de contrachapado marino, los forjados multicapa de tableros, sin capa de compresión, los revestimientos de corcho, linóleo y cartón-yeso construirían la estrategia de hacer mínima la sobrecarga que aportaba el objeto habitable depositado.
Eso sí, al final no hubo que manipular demasiado el sistema de apoyo real (dos vigas lineales de hormigón retranqueadas del borde) para simular lo invisible: el pabellón es tan ligero que no aplasta su sombra y (lo que es para algunos es más moderno aún), cuando se contemplan sus fachadas largas, parece que flota.
Alejandro de la Sota en “Sentimiento sobre cerramientos ligeros”, incluido en “Alejandro de la Sota. Escritos, conversaciones, conferencias”. Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2002.