Hasta donde alcanza la voz

As far as voice reaches

En el ágora de Atenas eran necesarios 6.000 votos para condenar a un hombre al ostracismo. En los días de decisión, una multitud cercana a las 10.000 personas podía congregarse en un espacio urbano de unos 40.000 metros cuadrados. Los atenienses, educados en el cuidado del cuerpo y de la voz, guardaban una singular compostura grupal en el ágora, formando un “cuadro de orden corporal en la bruma de la diversidad”, en palabras de Winckelmann. Allí fluían las conversaciones y los discursos, y las distancias personales se calibraban en función del recorrido auditivo de la palabra. Palabras y espacios. ¿Qué diríamos hoy de un urbanismo cuyas medidas se calibraran en función de la palabra que se pronuncia y se puede escuchar?

Cuando nos enfrentábamos al proyecto de la manzana de viviendas para jóvenes y mayores en el entorno de la Estación de San Bernardo de Sevilla, uno de nuestros intereses principales fue trasladar a este solar de la primera periferia de Sevilla las condiciones de densidad y cercanía física de la ciudad histórica. Las “micromanzanas” que proponíamos podían no ser comprendidas por lo forzado de su reducido tamaño, llevado al límite para simular un tejido de intersticios de una escala similar al del centro histórico, pero era necesario provocar la sensación de cercanía y de interacción personal en un conjunto residencial que ser proponía como modelo de relaciones inter-generacionales. El archipiélago de micromanzanas descansaba sobre una plataforma elevada, una planta noble a cuatro metros de la avenida, que se entendía como el lugar de encuentro de los diversos: un ágora de 1800 metros cuadrados en la que, si la densidad de ocupación fuera la misma que en la de Atenas, 450 personas, los habitantes de las 178 viviendas, podrían reconocerse y hablarse.

Nos estamos acostumbrando con demasiada facilidad a fascinarnos con los logros del urbanismo macro, el de las grandes cifras, el los espectáculos de crecimiento (sobre todo oriental) de los que dan fe Rem Koolhaas y el Google Earth. En una mesa redonda reciente manifesté mi escepticismo ante la benevolencia de esas visiones y ante cómo los observadores más finos caen seducidos por las cifras y el aroma de lo grande y del dinero. Cuando hice notar el alejamiento que esta posición suponía del sujeto principal del urbanismo, el contacto personal físico, fui calificado de romántico, adjetivo que en una época como la que vivimos no podía entenderse más que como “antiguo”.

Pero me gustaría insistir una vez más en que el recurso al contacto personal, al microurbanismo, es el camino para responder a las necesidades de los habitantes de las ciudades, cada vez menos amparados por núcleos familiares clásicos dentro de estructuras de relaciones comunales estables; cada vez más transitando como sujetos solos o en reducida compañía; jóvenes y mayores con el único hilo conector de Internet. Dolores Hayden ha llamado la atención a cerca de lo estéril de insistir únicamente en estrategias de refugio o de eficiencia a la hora de afrontar el futuro de la vivienda. Insiste la socióloga norteamericana en el valor de las estrategias de corresponsabilidad, cuyo modelo arquetípico urbano sería algo así como un claustro comunitario

Sería interesante volver a hablar del valor sanador de la cercanía, de la interacción física entre diferentes que se exponen y se compadecen. Sería interesante averiguar cuánto del urbanismo moderno de torres navegando sobre planos verdes de raíces lecorbusieranas tiene su razón de ser ese neurótico fear of touching del que tanto han hablado Anthony Vidler y Richard Sennett.

En el proyecto de San Bernardo los elementos construidos, los compactos bloques en torno a patios de pequeña escala, eran forzados a mirarse de cerca, a casi tocarse, a compartir recorridos de acceso. En el concurso de ideas abundaron las galerías interminables y la yuxtaposición de series disciplinadas de apartamentos que no se miran. Nosotros imaginábamos un ágora, con su cuadro de orden corporal de personas diversas que se agrupan.

Voces compartidas, que trazan las dimensiones del suelo que sobrevuelan.

 

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