Amueblando el espacio indecible

Furnishing unspeakable space

Churriana1

En su texto “The warped space”, el crítico Anthony Vidler ha rastreado las raíces patológicas de la apetencia del urbanismo modernista por la transparencia y por el “espacio indecible” (usando la terminología de Le Corbusier). Es fácil detectar en esta apetencia la herencia romántica del concepto de lo sublime, a la vez inefable y terrorífico, aquél que se ilustraba con imágenes de planicies místicas e inabarcables, a la espera de una tormenta o de una aparición. Pero al mismo tiempo, argumenta Vidler en un análisis de las consecuencias reales de las sensaciones de claustrofobia o agorafobia en los autores de principios del siglo veinte, la propia claustrofobia o el fear of touching podrían estar en la base del repudio que la calle clásica inspiraba tanto al propio Le Corbusier como a Howard Roark, el protagonista de “El Manantial”, trasunto literario y a la postre fílmico de los arquitectos estrella de la época. Las llanuras infinitas que rodean a los monumentales prismas acristalados de la Ville Radieuse o al Plan Voisin, de Le Corbusier, o las maquetas abstractas que Roark muestra en la película son interpretadas por Vidler en clave psicopatológica:

“Para Roark y Le Corbusier el espacio infinito llegó a ser el instrumento de todo lo que odiaban de la ciudad, cuando no el agente de represión de sus propias y altamente desarrolladas fobias: la claustrofobia en el rostro de la ciudad tradicional, desde luego, pero también, y relacionado con ella, ese miedo identificado por Simmel – el miedo a tocarse”. Cuando Le Corbusier propone esos ‘prismas gigantes y majestuosos’ depositados en una planicie infinita alude al principio que dominará a todos los otros a lo largo de la historia del modernismo, ya sea expresionista, funcionalista, metafísica o idealista: la transparencia. Edificios sujetos al espacio, absorbidos y disueltos en él, penetrados de luz y aire por todas partes, atravesados por la vegetación”.1

Los resultados del viaje que en 1935 lleva a cabo Le Corbusier en compañía de Fernand Leger ilustran los dos extremos de las relaciones de empatía hacia la ciudad densamente habitada. Mientras que el arquitecto suizo culminará su aventura norteamericana con la propuesta teórica para el edificio de las Naciones Unidas (un prisma de vidrio sin accidentes y aislado, una máquina para trabajar a la que le sobran las calles) las consecuencias del viaje en la obra de Leger parecen más el fruto de una estancia que fue mucho más aprovechada que la de su acompañante: frecuentó los cines, condujo por las autopistas, aparecía después de medianoche en los talleres mecánicos de los autobuses y practicaba inglés en los bares. En general, se sintió como en casa.2

Sus pinturas posteriores parecen dar cuenta de esa inmersión en la ciudad. Con una apariencia cercana al collage, en ellas conviven cercana y amistosamente hombres, mujeres y máquinas. Se trata de obras que a su modo abordan el territorio de la inmediatez, la que se deriva de contemplar algo que es usado, aceptando el carácter fragmentario de la vida cotidiana. Richard Sennet ha trazado el arco conceptual que va desde las visiones de Leger al esclarecedor texto de Colin Rowe y Fred Koetter, “Ciudad Collage”, que puso patas arriba los cimentos conceptuales del urbanismo modernista.

Como en la estancia de Leger en Nueva York, el tiempo compartido y la inmediatez con los objetos y los habitantes de la ciudad modela nuestra percepción de esta y de sus procesos.

El Teatro Municipal de Arahal fue proyectado en 2003. Tras un laborioso proceso de obra, que incluyó varias paralizaciones por los problemas económicos de las empresas que se sucedieron en la construcción, fue terminado en 2013 sin que se pudiera incluir la urbanización de su plaza delantera, que ha tenido que esperar a 2019 para verse finalizada, materializando la antesala urbana al espacio escénico. Mientras tanto, tuvimos la oportunidad de estar presentes en la construcción de otro de los proyectos ambicionados por la localidad como ha sido su Centro Deportivo y su piscina cubierta.

La llamada Plaza del Teatro de Arahal se proyectó inicialmente como una suerte de planicie abstracta que prolongaba, con la única intermediación de un plano de vidrio, el espacio diáfano del vestíbulo. El espacio interior resonaba al exterior como en un espejo matemático, y la plaza triangular resultante de extender esta plataforma hasta la Avenida de la Estación se bastaba con la creación de un plano de piedra y una lámina de agua, que a su vez prolongaba la caja de servicios del vestíbulo, otro de los reflejos interior-exterior propuestos.

Cuando llegó el momento de construir realmente la plaza ya hacía tiempo que en Arahal estábamos “en casa” como Leger, y ese salón previo que siempre quiso ser la plaza se imaginaba usado y vivido, demandando sus muebles, sus máquinas y sus personas. Su collage compartido. A ello había colaborado también, a lo largo de esos años, la consolidación del Teatro como referente de la comarca, con ambiciosos programas anuales de representaciones. Las conversaciones con la corporación municipal, en esa espera compartida de la construcción de la plaza, versaban también sobre el futuro carácter de este espacio como antesala iniciática a la introspección de la experiencia escénica, propiciando una transición en la que la sombra, el rumor de las copas de los árboles o el sonido envolvente del agua en movimiento contribuyeran a dejar atrás la agitación cotidiana.

Así, el proceso de “amueblamiento” de la idea abstracta inicial, de raíz modernista, fue dotándose de piezas para la vida: un paseo de ficus de sombra, fuentes con diferentes rumores acuáticos, cambios de nivel y de texturas, farolas que aluden al pasado industrial del lugar, intrusiones de acero que dan relieve a la plaza e invitan al asiento, con el solapado propósito añadido de evitar e uso del espacio como plataforma de actividades “rápidas o deportivas”, forzando las interrupciones, la conversación, la lentitud. La introducción del monolito que solidifica y preside el vértice más agudo, que se dedica a la histórica asociación de teatro local, no deja de incidir en la conexión buscada entre el espacio abstracto y la vida de las ciudades.

Es el destino inevitable de las abstracciones cuando se habitan. La imagen canónica de la Ville Radieuse de Le Corbusier es una perspectiva a línea donde se muestra una llanura verde en la que se depositan las monumentales torres residenciales cruciformes del proyecto. Hasta ahí todo coherente con el pathos del arquitecto. Pero no pasa desapercibido al que observa con cuidado la imagen que el autor de la perspectiva, que se imagina a sí mismo detenido contemplando su imponente visión urbanística recortándose contra el horizonte, no ha tenido más remedio que amueblar el espacio concreto que el observador habita mientras contempla. Así, delante de una utopía trasparente sin concesiones, el espacio habitado por el autor, en primer plano, es una agradable estancia mediterránea cercada por un modesto pretil de fábrica, cobijada por una cúpula vegetal y amueblada con sillas y mesas Thonet, donde no falta el mantel y el juego de café para pasar un agradable tarde a la sombra.

El espacio indecible amueblado.

1 Vidler, Anthony. Warped Space. Art, Architecture, and Anxiety in Modern Culture. The MIT Press, Cambridge, 2000.
2 Sennett, Richard. The Conscience of the Eye. The Design and Social Life of Cities. W.W. Norton & Company, New York, 1992.

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Retórica y revelación

Rhetoric and revelation

Churriana1

El proceso de producción del Concurso para la ampliación entre el Museo Alvar Aalto y el Museo de Finlandia Central, resuelto con una idea entre metafórica e interpretativa del lugar y del modo de hacer de Alvar Aalto, ha puesto en marcha una reflexión sobre la retórica con que la arquitectura se explica y sobre las revelaciones que el proceso genera.

En los concursos de arquitectura nos solemos mover entre dos territorios intelectuales que podrían encuadrarse en relación a estos dos términos. Son retóricas nuestras explicaciones, que tratan de encontrar el acomodo de la idea de proyecto a un discurso que enlace el problema a resolver y el canon dominante en la cultura arquitectónica. Al mismo tiempo, la resolución de un concurso aspira a producir una revelación, el descubrimiento de lo que estaba implícito en el lugar y en el programa a resolver y que la propuesta muestra como la solución más brillante al problema.

Todos aspiramos a que la revelación sea consecuencia de la retórica empleada, o al menos así intentan poner en claro las habituales memorias del proyecto. Pero lo más habitual es que la realidad del proceso diste mucho de generarse a partir de esta correspondencia. ¿Por qué seguimos entonces esforzándonos en casar el discurso casi deductivo de la retórica con el resultado final, a veces inexplicable salvo por su forma de enlazar económica y reconociblemente los problemas planteados y el paisaje cultural en el que se inserta el proyecto?

Como en otras ocasiones, hay claves que residen en tiempo pasados, en los orígenes de la forma moderna de producir arquitectura, que todos ubican en la obra intelectual de Leon Battista Alberti y su De re aedificatoria, escrito en Italia central en un tiempo en el que las relaciones entre patrones y constructores estuvieron sujetas a un cambio dramático. El texto se puede considerar el lugar en el que nació la idea moderna del arquitecto.1

Tanto el discurso de Alberti sobre el objeto arquitectónico y sobre el arquitecto tiene sus orígenes en modelos e ideas adaptados de textos antiguos sobre oratoria, ética y leyes, particularmente los de Cicerón. Alberti explica los edificios en términos de su capacidad de afectar a una audiencia, declaración que refleja antiguas consideraciones del potencial (y el valor) de la retórica y el arte del discurso.

Está claro que la articulación de esta percepción depende de la habilidad del arquitecto en manipular el material de una composición, así como el poder de un discurso depende de la habilidad del orador en elegir y emitir palabras.

Al introducir la idea de belleza en su texto sobre arquitectura, Alberti afirma la presencia en el objeto arquitectónico de una específica cualidad persuasiva. Esta cualidad es distinta de la presencia física del edificio, y su existencia es evidencia de la voluntad y la mente de un (único) “creador”. Había llegado el arquitecto-como-autor.

Comprender este vínculo fundamental entre arquitectura y retórica en términos de persuasión es importante. Los arquitectos “albertianos” se distancian de las dos principales fuentes de autoridad que tradicionalmente guiaban cualquier proyecto arquitectónico: la autoridad del maestro de obras en el escenario de la obra y la absoluta autoridad del patrón que encarga. Alberti establece que hay una distinción estructural entre el edificio como un objeto físico, sobre el que manda el constructor, y el edificio como idea, que es el territorio del arquitecto y queda claro que los arquitectos no “hacen” edificios: hacen representaciones de los edificios. Y estas representaciones tienen una autoridad incierta. “Tener ‘otras’ manos ejecutando lo que has concebido es una ardua obligación”, escribe el propio Albeti.

La declaración de distancia entre pensamiento y obra de Alberti introduce una incertidumbre. Una vez que la autoridad absoluta sobre el proceso de construcción está en cuestión, hay un riesgo de que otras voces condicionen las acciones que dan forma al mundo construido.

Para cubrir el vacío de autoridad que resulta de esta novedosa posición, de acuerdo con la caracterización de Alberti, los arquitectos recurrirán cada vez más a la retórica. La formación de Alberti en oratoria y leyes de esta forma condiciona no sólo una explicación de cómo funciona una obra de arte, sino de cómo los mismos arquitectos han de proceder.

Lo que está implícito en el argumento de De re aedificatoria, aunque permanezca invisible en el texto, es el uso potencial de la representación visual como una herramienta retórica.

Alberti creó una importante equivalencia entre el arquitecto y la “obra” en la que atribuye a ambos una responsabilidad similar para definir sus lugares en el mundo a través de la persuasión. Llevado a su conclusión lógica, esta doble responsabilidad creaba espacio en el discurso arquitectónico para una noción final que iba a emerger de nuevo en el siglo veinte: la del contexto. Ser convincente en oratoria depende de la lógica interna y el equilibrio de la composición; pero también depende, fundamentalmente, en la experiencia de la composición en sus alrededores; sea en términos de un entorno inmediato o en términos de una tradición más amplia de acciones y ubicación.

En oratoria la condición que consigue que la relación entre una composición y su contexto sea convincente era denominada “decorum” (decoro, pertinencia, propiedad…). En las más conocidas explicaciones de la antigüedad, particularmente las de Cicerón, la capacidad persuasiva de las acciones en oratoria es así leída en términos de su pertinencia “en contexto”, y este contexto, tanto como el contenido de las propias acciones, garantiza su naturaleza decorosa. Esta asunción es trasladada a las discusiones sobre la “acción apropiada” en arquitectura – que lo que será apropiado en un lugar no es correcto en otro (a causa de la relación entre la acción arquitectónica y su contexto).

En el citado Concurso para la ampliación entre el Museo Alvar Aalto y el Museo de Finlandia Central, el contexto (la arquitectura de Alvar Aalto, en la que la propuesta se inserta, y el paisaje finlandés) parecía proporcionar armas contundentes para la construir el “decoro” de la propuesta, su enlace natural con ese contexto, que finalmente la puede justificar. El propio lema, “Snow upon the Woods”, podría leerse literalmente desde esa perspectiva: hacer referencia tanto a la espacialidad del bosque como inspiración íntima del lenguaje aaltiano como a la nieve, el símbolo del clima extremo que condiciona el lugar y nuestra percepción de él, el fenómeno más inusual para un equipo sureño.

La forma de resolver el programa básico del concurso (enlazar dos museos con una tienda y una cafetería) se genera desde la sugerencia formal de un bosque nevado: finos troncos que circunda un claro en la foresta que acaban sustentando una nube de nieve: la cubierta del nuevo edificio es un cuenco surrealista que simula el trasdós de esta nube de nieve: una nieve que no es eterna: se licúa en la estación cálida y su cambio de estado (en el que el agua que acaba por deslizarse por la paredes vítreas de los patios circulares) se muestra como espectáculo del visitante. La topografía sinuosa del propio plano interior no deja de mostrarse como un paisaje de caminos rurales solidificado.

A la arquitectura de los concursos le gustaría conseguir revelar al final revela algo que estaba ahí, pero que, hasta que el proyecto no se produce, no era evidente: queremos creer que el propio sistema competitivo ayuda ayudan a encontrar el proyecto más revelador. Y solemos pensar que la retórica ayuda a encontrar la revelación, cuando, tal vez, la mayor parte de las veces sólo explica un hallazgo procede de otro territorio del pensamiento.

1 Estas reflexiones se articulan en torno a una miscelánea de citas del artículo “Architecture and Rhetoric: Persuasion, Context, Action” de Tim Anstey, en Anstey, T., Grillner, K. y Hughes, R.(eds.), Architecture and Authorship. Black Dog Publising, Londres, 2007.

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Su casa en un mes

Your house ready in a month

Churriana1

En 1935 Le Corbusier visita la planta de fabricación de Ford en River Rouge y transcribe sus impresiones: “Salí de las factorías de Ford en Detroit. Como arquitecto, estoy sumergido en una especie de estupor. ¡Cuando llevo menos de mil dólares a un solar no puedo construir ni siquiera una habitación! Aquí, por el mismo dinero, se puede comprar un coche Ford (…). ¡Todas estas maravillas mecánicas pueden ser tuyas por menos de mil dólares! (…) Este es el dramático conflicto que está estrangulando a la arquitectura, que hace que los “edificios” se queden fuera de los caminos del progreso. En la factoría Ford, todo es colaboración, unidad de puntos de vista, unidad de propósito, una convergencia perfecta de la totalidad de gestos e ideas. Con nosotros, en la construcción, no hay nada más que contradicción, hostilidad, dispersión, divergencia de puntos de vista, afirmación de objetivos opuestos, maltratando el terreno común”

El mismo año, Walter Gropius escribe: “La estandarización no es un impedimento para el desarrollo de la civilización sino, por el contrario, uno de sus prerrequisitos inmediatos”. El entusiasmo de los padres del Movimiento Moderno por la fabricación estandarizada de bienes de consumo, de los que el coche (un espacio habitable a su manera) es el paradigma, no deja dudas: el arquetipo de la producción industrial se había instalado en el inconsciente colectivo de las aspiraciones de la modernidad.

Tal vez se podrían rastrear los orígenes de esta tendencia allá en los escritos de Viollet-le-Duc, un autor de probada ascendencia sobre las figuras más activas del Movimiento Moderno. Como se deducía de su visión idealizada de las catedrales góticas, para Viollet, el mejor edificio “era el que conseguía lo máximo con lo mínimo”. La estructura de la catedral utilizaba la capacidad portante de la piedra y su incapacidad de soportar tracciones para cobijar el mayor espacio posible y para conseguir la mayor altura con la mínima cantidad de material. En una línea de pensamiento parecida se expresaba curiosamente el propio Henry Ford: “Por alguna burda razón hemos llegado a confundir solidez con peso. Los métodos groseros de la construcción primitiva sin duda tienen algo que ver con esto (…). La mentalidad del hombre que hace cosas en el mundo es ágil, ligera y fuerte. Las cosas más hermosas del mundo son aquellas a las que se les ha eliminado todo exceso de peso. La fuerza no es nunca sólo peso, sea en los hombres o en las cosas”.

El propio Frank Lloyd Wright era deudor reconocido de Viollet-le-Duc, y escribe sobre su tratado “Entretiens sur l’architecture”: “Aquí puedes encontrar todo lo que necesitas saber sobre arquitectura”. No es difícil encontrarse con estas visiones interrelacionadas en los albores de la creación de la bases conceptuales de la modernidad arquitectónica. Si a éstas se añade la conciencia social de raíz utópica que alimentaba a las vanguardias (y que subyace en el escrito entusiasta de Le Corbusier sobre la factoría de River Rouge) se comprende el lugar que la veneración por la prefabricación (y específicamente por la prefabricación ligera aplicada a la vivienda) ocupa en estas vanguardias.

No parece extraño, por tanto, constatar la presencia constante de experimentos con prefabricación ligera de viviendas en la trayectoria de prácticamente todos los maestros, y no tan maestros, del período “heroico” de la arquitectura moderna. Experimentos que casi siempre resultan más o menos fallidos. Los propios Wright y Gropius fueron protagonistas de algunos de los más sonados fracasos: las “American System Built Houses” y las “Packaged Houses” respectivamente. En su texto “The Dream of the Factory-Made House”, Gilbert Herbert describe la paradoja: a lo largo del siglo XX los arquitectos más prominentes lo intentan una y otra vez, con resultados normalmente poco satisfactorios, pero la lucha, por algún motivo incomprensible, continúa.

En el fondo tal vez permanezca la responsabilidad social bajo el intento continuado de inventar viviendas más eficientes, asequibles como coches y (añadiríamos en nuestra época de permanente crisis energética) con menos consumo de recursos materiales en su buscada ligereza. La realidad de las experiencias materializadas muestra un panorama no especialmente fructífero, enfrentado a las inercias artesanales de la forma convencional de producir la arquitectura, pero esta realidad no ha hecho decrecer el número y la profundidad de las propuestas, que se renuevan década a década.

Pero la apetencia por una industrialización que, al igual en el ámbito automovilístico, reduzca tiempos y sistematice costes no está sólo en el territorio de los arquitectos propositivos. El día a día nos muestra que en el inconsciente colectivo de los usuarios de vivienda subyace la buena prensa de los ideales maquinistas. El discurso permanece nuevo y actual, casi un siglo después, apenas desgastado por las experiencias fracasadas o la evidencia del carácter todavía en gran parte artesanal de la construcción. Todos queremos ser más eficientes, más controlados, más tecnológicos, más optimistas, más limpios… aún a costa de la persistencia de las condiciones específicas de los lugares, las limitaciones del entorno productivo, las resistencias de las costumbres o las bondades de la herencia cultural o la memoria.

Es por ello que es fácil que un cliente se identifique con propuestas que hagan bandera de la industrialización que redime de las pesadas cargas de la construcción tradicional. “Su casa en un mes” sigue siendo un tipo de eslogan bañado en modernidad y optimismo.

Las viviendas Living Kits, en cuyo diseño hemos tenido ocasión de participar se plantearon como un intento de hacer realidad una aspiración a priori tan utópica como la de que cita: se puede tener una casa unifamiliar de tamaño medio cuyo tiempo de construcción no supere el mes, a un precio en el entorno de los 1000 euros por metro cuadrado. Para ello hubo que hacer esfuerzo especial en generar un sistema integrado de detalles de piezas normalizadas, en gran parte prefabricadas en taller, con unas limitaciones de peso y dimensión de transporte que permitieran una secuencia de construcción de la máxima eficiencia.

Sobre el papel sobreabundan las propuestas teóricas de vivienda industrializada. Pero el único filtro sigue siendo la realidad. Con el primero de los sistemas Living Kits se han construido en esos plazos varios ejemplos, el último de los cuales, la casa LK 3 en Churriana, edificada en exactamente ese mes, como muestran las hojas oficiales de inicio y final del libro de órdenes. El proceso necesita, para ser exitoso, detallar con extrema precisión los elementos intervinientes, sistematizarlos, cuantificarlos y proporcionar previamente al taller los planos de fabricación necesarios. La tensión resolutiva de desplaza de la obra a la pantalla del ordenador y un tiempo de construcción tan reducido necesita mayor intensidad y mayor plazo en el proyecto y en la preparación previa. Pero para usuarios con límites temporales o necesitados de la mayor posible en los costes o los procesos el resultado visible puede ser la utopía hecha realidad: su casa en un mes.

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Sostenibilidad extrema

Extreme sustainability
TristanEscena 1: Finales de los años 90. Dos profesores de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla están ultimando, en una última reunión preparatoria, la solicitud de una subvención para una exposición de proyectos de alumnos para un edificio público y una intervención paisajística en la Sierra de Huelva. El directivo del organismo en cuestión detalla todos los requisitos y cuando, la reunión está a punto de terminar, expone el principal de ellos: en la memoria técnica de la propuesta deben figurar, cuantas veces sea posible, los términos “sostenible” y “sostenibilidad”. Los intervinientes convienen en que es un requerimiento muy fácil. Basta con incorporar el sustantivo y el adjetivo en diferentes localizaciones de la memoria que ya está redactada. La solicitud sigue con éxito su curso.

Escena 2: Competición Solar Decathlon Europe 2012. El equipo “Andalucía Team” recibe a un jurado internacional que va a evaluar el prototipo “Patio 2.12” en relación con las medidas, los materiales y los artilugios que potencian la sostenibilidad de la propuesta construida. Cercanos se han construido los prototipos alemanes y franceses en los se muestra un despliegue de ingeniosos sistemas de reciclado de materiales – como envoltorios de cd transformados en fachada ventilada – o sofisticadas aplicaciones de compuestos de nueva generación para simular la inercia térmica en edificaciones prefabricadas ligeras. El equipo andaluz ha decidido competir con otros medios: describiendo la verdad. Detallando cómo, ante la carestía completa, la supresión de todos los fondos públicos previstos para la construcción del prototipo, se trabajó con la ayuda de empresas y operarios de la región, que patrocinaron la obra, cediendo sus productos y su mano de obra cercana en la construcción; cómo el propio proyecto tuvo que adaptarse, renunciar a acabados y sistemas más vanguardistas en favor del uso “lo que hay”, el “as found” que la coyuntura económica imponía; usando materiales inicialmente fabricados para otras aplicaciones, adaptados con pequeñas transformaciones caseras; jugando con la ventaja de lo impuro, lo híbrido, el bricolaje de lo que está disponible.

Si a eso se añadían todos los dispositivos inventados para consumir lo mínimo posible de la energía fotovoltaico almacenada en las limitadas baterías, no fueron necesarios muchos más argumentos para obtener el segundo premio en sostenibilidad, superando a las universidades más tecnológicas. La sostenibilidad de la carestía es la más auténtica.

¿Por qué la arquitectura “sostenible” es una categoría independiente? ¿Hacemos congresos sobre “arquitectura que no se cae” o sobre “arquitectura donde funcionan las instalaciones”, o sobre “arquitectura en la que el usuario se orienta” o sobre “arquitectura que responde a un presupuesto”? No. Se trata de atributos que se presuponen presentes en toda arquitectura realizada con corrección. La arquitectura que optimiza sus recursos es arquitectura sostenible. Toda arquitectura valorable debiera ser “sostenible” en ese sentido ¿Podríamos encontrar en este territorio otra acepción, más concreta, del lema miesiano “less is more”?

Con ocasión del Concurso Internacional de Ideas para la Isla Tristan da Cunha, en el que tuvimos la fortuna de ser seleccionados entre los 5 equipos de todo el mundo encargados de idear “A More Sustainable Future” para la isla más remota del mundo, la propia definición de “sostenibilidad” tuvo que reformularse de manera extrema.

La isla Tristan da Cunha está inscrita en el Libro Guinness de los records como el lugar habitado más alejado de cualquier otro. Forma parte del Imperio Británico y da cobijo a 80 familias, descendientes de colonos británicos, asentados allí desde principios del siglo XIX. La economía se basa en la agricultura y la comercialización industrial de la langosta, muy abundante en sus riberas. Sus 98 km2 están presididos por un espectacular volcán cuya última erupción, en 1961, motivó un éxodo de dos años de sus habitantes al Reino Unido.

El concurso de ideas, convocado a escala mundial por el RIBA londinense, seleccionó a las propuestas que más convincentes resultaron en la resolución de las carencias de las edificaciones, los espacios públicos y las infraestructuras en cuanto a habitabilidad, confort, consumo energético y eficiencia espacial. Nuestra propuesta se centró en la mejora de la habitabilidad y eficiencia de las viviendas presentes y futuras y en la reconfiguración de los espacios públicos para hacer aparecer lugares de encuentro y convivencia protegidos al aire libre pero protegidos de las inclemencias del clima atlántico extremo. Para las nuevas viviendas, el proyecto hizo uso de una versión más avanzada de la prefabricación “por kit de componentes”, en este caso con un software de prediseño que incluía la participación de los usuarios y un conjunto de sistemas constructivos llevados a la cualidad “user-friendly”, que pudiera posibilitar que los propios habitantes de la isla fueran autoconstructores de sus reformas y sus nuevas viviendas. La propuesta energética preveía una “microgrid” fotovoltáica combinada con aerogeneradores de reducidas dimensiones.

Pero todo ello se condicionaba por la extremadamente dificultosa accesibilidad a la isla, a la que sólo se puede llegar en un barco que atraca cada dos meses y sólo es capaz de intercambiar dos contenedores en cada llegada. Todo el diseño de soluciones debía contar con la escasez de estos suministros, de las materias primas locales de construcción (limitadas a la piedra volcánica) y de la limitada mano de obra cualificada de la comunidad. Se trataba de un ejercicio obligado de aprovechamiento de cada gramo de transporte, de cada elemento con posibilidad de reciclarse y de cada posible colaboración de los colonos. Un biotopo humano diseñado para ser en el futuro casi completamente autosuficiente, por causas de fuerza mayor. Una metáfora, en miniatura, de los que le espera el mundo en el siglo que empieza.

La conciencia medioambiental actual tuvo uno de sus precursores sesenteros en R. Buckminster Fuller, a quien se debe la frase “we are all astronauts in little spaceship called Earth”. Percibir el mundo como una nave espacial flotando por el universo, con sus recursos limitados y cuidadosamente compartidos, no dista mucho de imaginarnos colonos de una remota isla, a la que no llegan barcos ni aviones, presidida por un volcán no totalmente dormido, y en la que sólo el ingenio, la colaboración y la conciencia de la escasez puede construir un hábitat equilibrado para las próximas generaciones. Sostenibilidad extrema.

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La última ciudad invisible

The last invisible city

Torneo3

En ocasiones se arman debates nebulosos sobre si la arquitectura es un arte. Como si no bastara con acudir a la definición de la Real Academia Española (Arquitectura: Arte de proyectar y construir edificios), las miradas más escrutadoras sobre la esencia del hacer arquitectónico tienden a eludir la exigente y poco consoladora realidad de las cosas respecto a las capacidades que realmente se necesitan para producir buena arquitectura.

Entre los archivos ocultos de Italo Calvino se ha descubierto recientemente el borrador de la descripción de la última de sus Ciudades Invisibles (“Cacoa”), nunca publicado y aún sin confirmarse su autenticidad.

Lo más significativo de la última de las ciudades invisibles es que su historia podría alumbrar alguna clave más sobre la discusión, entre filológica y bizantina, acerca del carácter artístico (o no) de la arquitectura. Ésta es la trascripción del texto:

Cacoa, la ciudad de las pinturas innumerables.

En el registro de pinturas de la ciudad de Cacoa, ubicado en el palacio geométrico que preside su plaza oeste, hay contabilizadas doscientas cincuenta mil obras. Algo a todas luces desproporcionado para una población de cinco mil descendientes de los antiguos colonos, entre los que es fácil advertir la mezcla de las razas del desierto. El viajero que la visita queda sorprendido por la exuberancia del espectáculo pictórico. Hay cuadros al óleo, frescos, acuarelas, estarcidos, dibujos a lápiz… Toda suerte de técnicas se congregan saturando todos y cada uno de los rincones que el paseante pueda contemplar. El abigarrado paisaje permite a discriminar a duras penas las obras que realmente tienen valor, ya que la mayor parte de ellas no soportarían un análisis detallado ni merecerían la más mínima atención si se expusieran por separado.

La memoria escrita de la ciudad, como han podido comprobar los eruditos más curiosos, que han tratado de descifrar las causas de tal singularidad, está llena de lagunas, muchas de ellas motivadas por los episodios guerreros del principio de la era Yant. No obstante, hay un acuerdo básico cierto entre los estudiosos en cuanto a los orígenes de tal desmesura de obras pintadas, la mayor parte de ellas sin valor artístico.

Los anales de la época anterior a las guerras dan cuenta de la existencia de un reputado gremio de pintores, al que se achacaban unas reglas oscurantistas y endogámicas que impedían el conocimiento de su funcionamiento verdadero. Independientemente del recelo que el gremio, muy reducido por otra parte, despertaba, era una cuestión conocida y, secretamente muy valorada por los habitantes, lo estricto y exigente de las condiciones de acceso a los nuevos pintores. Los encargos de arte pictórico eran muy singulares y restringidos. Muy pocos eran los seleccionados para acometer obras como el fresco del palacio Xihan (todavía algo visible hoy) o el paisaje de las crecidas del río Qhiblan que constituyó la parte principal del obsequio al emperador Xolt como reparación de las deudas de guerra. La ciudad de Cacoa era reconocida más allá de las cordilleras como el origen de la pintura más bella del imperio.

No se puede cifrar con exactitud el año, pero hay coincidencia en situar a finales de la época del gobernador Yazgar cuando el consejo de sabios decidió que la ciudad, empobrecida por las sequías y las presas coptas en las cordilleras, y debilitada por la reciente peste, necesitaba algún tipo de nueva riqueza. Por otra parte, los sanadores imperiales habían advertido que las paredes sin pintar de los muros de adobe podían ser la fuente de la enfermedad. Había que revestir todo, y, además, si esto se hacía con las reputadas pinturas de Cacoa se podrían resolver al mismo tiempo los problemas, de salud, y de falta de atractivo para los viajeros de las caravanas, que no se detenían ya en la ciudad. El gremio de pintores sólo admitía al año un solo artista y dos aprendices, lo que resultaba en que la producción nunca sobrepasaba las cinco obras cada temporada, por lo que el gobierno de la ciudad dictaminó la creación de escuelas de pintura en cada barrio, con la encomienda de formar al menos a ochenta y cinco nuevos pintores al año. Se habían contabilizado cinco mil viviendas en la ciudad, cada una de ellas con una media de tres fachadas, dos azoteas, dos patios, siete habitaciones, veintisiete paredes interiores, quince ventanas y un cobertizo de cuatro lados, que resultaban en la posibilidad de decorar unas cincuenta superficies por vivienda.

Doscientas cincuenta mil pinturas serían necesarias para convertir a Cacoa en una joya y en un amuleto frente a la peste.

Son ya más de cien años desde aquella decisión y la ciudad de Cacoa es conocida y visitada por lo singular de aquel cambio de orientación de su pintura, ahora masiva y omnipresente. En el año que estas letras han sido escritas, con motivo de la celebración de la cosecha fluvial, que coincidió con la elección del nuevo gobernador, los maestros mayores de las escuelas de pintura coinciden en dar cuenta de sus resultados. El trabajo de pintor es sacrificado y mal remunerado en Cacoa, pero da trabajo a muchos jóvenes, que responden con celeridad a una demanda que sigue siendo creciente.

Hace ya muchas décadas que nadie considera que el oficio de pintor sea un arte en Cacoa. Todos los maestros mayores de las escuelas, salvo el de la madrasa que alojaba al gremio original, coinciden en calificar la pintura de “profesión”. Llamarla arte es retrógrado y elitista. Es indudable que muy pocas de las innumerables pinturas de Cacoa se pueden considerar algo parecido a lo que las ciudades del desierto entienden como arte.

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Placer de dibujar

Pleasure of painting

Torneo3

En el desarrollo del Proyecto para  la Escuela Universitaria de Osuna (Sevilla), se produjo une encuentro más extensivo de lo habitual con del dibujo especulativo de bocetos en perspectiva. Sin que hubiera una estricta necesidad para ellos, los croquis volumétricos se sucedían una y otra vez, algunos de ellos con un aspecto final casi idéntico, otros dirigiendo el camino hacia callejones que probablemente se sabían sin salida de antemano. El resultado, en una serie numerosa que podría leerse como un producto en cierto modo independiente del diseño final, mostró una colección de perspectivas nebulosas que tal vez ambicionaban parecerse a los deslumbrantes productos de la mano de Siza.

No obstante, si hay que hacer caso al propio maestro portugués, “hacer  bocetos sin hacer al mismo tiempo dibujos  rigurosos no sirve para nada”1 y, por lo tanto, una sucesión de bocetos con variantes más o menos significativas no produce avances relevantes en el proceso de diseño a no ser que se intercale su comprobación mediante dibujos precisos a escala. En aquél momento, sin darnos cuenta, estábamos dibujando simplemente por placer. El dibujo a mano pierde presencia en las Escuelas y en los tableros. ¿Nos estamos perdiendo algo?

El acto de dibujar puede ser muy placentero. Los niños dibujan simplemente por gusto. También existe también el disfrute de ejercitar una habilidad que se ha entrenado, como la de aquél futbolista que mantiene el balón en el aire con infinitos toques, sólo por divertirse. Pero, si ahondamos en la cuestión, es fácil descubrir implicaciones más sustanciales acerca de la naturaleza de la creación arquitectónica y su relación con el dibujo. Algunos autores apuntan la posibilidad de que, a través del acto de dibujar se esté suturando momentáneamente la separación entre mente y cuerpo que la sociedad occidental ha impuesto, reemplazando además mediante esta actividad el predominio del sentido de la vista por una integración de éste con el del tacto y con el propio cuerpo; permitiendo, de paso, una percepción que refleje más estrechamente nuestra experiencia real del mundo. El cuerpo y la mente trabajan conjuntamente al dibujar al igual que lo hacen mientras, por ejemplo, se toca un instrumento musical.2

El propio ejercicio de la facultad de abstraer, característica de la mente humana, es también placentero. Permite dotar de inteligibilidad y coherencia a nuestra experiencia diaria, que se nos presenta cotidianamente fragmentaria y difusa. A través de la abstracción, el mundo se vuelve menos extraño y más comprensible.

La acción de dibujar traza una auténtica conexión entre las ideas y el material del que se compone el mundo sensible. Si dibujamos un objeto existente, lo hacemos inmediatamente comprensible. Si dibujamos algo que no existe, tenemos otro tipo de satisfacción, la de generar un objeto tangible a partir de una idea abstracta. Así pues, el dibujo creativo es ya arquitectura, es ya construcción del mundo, cosmopoiesis, una necesidad profundamente enraizada en la condición humana. El dibujo da a la imaginación inmediatez, poniendo en funcionamiento un conjunto de facultades de una forma que ningún otro medio puede conseguir.

El dibujo es también indagación, experimento. Es una pregunta lanzada a la realidad que percibimos: “¿Y si (las cosas fueran de otra manera…)? Dibujar es, en sentido estricto, empezar a proyectar.

Entre los numerosos materiales expuestos en la muestra recopilatoria de la trayectoria del estudio RCR de Olot, denominada “Creatividad compartida”, que ha itinerado entre 2015 y 2016 3 resultaba muy revelador, en relación a la transcripción del fluir de las ideas por medio del dibujo, el texto denominado “Proyecciones”, del que proceden los párrafos que siguen:

“La mente, mediante la actividad de su cerebro, realiza proyecciones continuamente, se proyecta a cada instante, y dicen los expertos que proyectar la imaginación sobre un objetivo futuro es la mayor singularidad humana. Las proyecciones, los pensamientos y las ideas fluyen muy rápidamente. Es en estos rayos continuos donde tomar notas o realizar señales tiene sentido para retenerlos. De no hacerlo así, los pensamientos y las proyecciones se desvanecerían, no serán retenidas ni recordadas y no podrán convertirse en algo más consistente. Las proyecciones no hablan de la complejidad de la mente y, también, de que, en su mayoría, son esencialmente creativas.

(…) Para retener estas proyecciones tenemos que utilizar todos los instrumentos que están a nuestro alcance. (…) Manchas, rastros, garabatos, señales, croquis, esencias… todo vale para esta captura o transcripción o traspaso del mundo inmaterial, imaginario, hacia la materialización”.

El día a día de nuestra práctica docente o divulgativa nos puede hacer, sin darnos cuenta, cada vez más rehenes de la comunicación verbal o de la mera transmisión de imágenes visuales, no interiorizadas. Es una peligrosa tendencia: la arquitectura no hace acto de presencia al hablar o al escribir o al mirar, sino ejercitando las acciones que le son propias, jugando a construir un nuevo mundo. El instrumento de ese juego, el que pone a trabajar al mismo tiempo la mente, los sentidos y la materia, sigue siendo el dibujo. Arquitectura en pequeño.

En cualquiera de sus variantes.


1 Citado en “Why Architects Draw”, Edward Robins. The MIT Press, Cambridge, MA, 1994.

2 Es justo reconocer la deuda de estas reflexiones con los textos “The Death of Drawing. Architecture in the Age of Simulation”, de David Ross Scheer (Routledge, New York, 2014) y “The Thinking Hand. Existential and Embodied Wisdom in Architecture” de Juhani Pallasmaa (Willey &Sons, Ltd, Chichester, 2009)

3 Una exposición especialmente documentada y cuidadosamente elaborada, que pudo visitarse en la Fundación ICO de Madrid en los primeros meses de 2016.

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Sobre la arquitectura transparente

About transparent architecture

Torneo3Hay algo en el concepto de transparencia que ha atravesado (como la luz el cristal) la arquitectura surgida de las vanguardias del siglo pasado. Thom Mayne lo ha significado afirmando que “las ideas que tienen que ver con la transparencia son uno de los rasgos más relevantes de nuestro tiempo”1.

Podríamos encontrar la razón de ser de la cuestión en que las tecnologías que permiten disolver las fachadas y expandir los paños de cristal, ya de más de un siglo de antigüedad, ofrecen al espectador el recurso estético que permite a la vista jugar con la ilusión de un interior/exterior continuo o una arquitectura/paisaje finalmente unificados.

Pero hay algo más. Debemos a los neoplasticistas holandeses la construcción de un universo visual que pone en valor “las relaciones oscilantes que pueden surgir de las superficies, las líneas y el aire”2: un nuevo entorno de la imaginación en el que los planos se superponen, se transparentan, flotan y a ratos desaparecen, como en los cuadros de Mondrian, sin fondo ni figura, sólo vacíos enmarcados. En la obra de Le Corbusier, también según Sigfried Gideon, “no sólo en las fotografías, sino también en la realidad, los límites de las casas desaparecen”. Las aplicaciones de las tecnologías del vidrio y de las delgadas estructuras porticadas estarían delineando un entorno construido en proceso de hacerse transparente.

Y todavía más: ¿por qué no hablar también de anhelada transparencia de significado de algunas vanguardias, del “las cosas siendo lo que son” de Susan Sontag3, de los edificios mostrando su razón de ser, no sólo su interior descarnado?  Una aspiración, la de que no haya distinción entre el objeto y su significado, entre forma y contenido, que artistas como Robert Morris o Donald Judd llamarían “presentness”  y “directness” respectivamente.

No es casual que una cultura arquitectónica como la japonesa, cuyos espacios domésticos tradicionales se muestran contenidos por planos de papel traslúcido y módulos de líneas en el aire, haya dado muestra en las últimas décadas de empeñarse en un proceso de disolución visual. SANAA, Sou Fujimoto, Junya Ishigami, por este orden, son peldaños en una progresiva búsqueda de una arquitectura que no se ve, que aspira a acabar en atmósfera.

Nuestra intención en el diseño de la exposición del Premio Andalucía de Arquitectura en el Real Alcázar de Sevilla fue hacer uso consciente de una “transparencia simulada”. Por un lado, habíamos creído advertir en la obra de Guillermo Vázquez Consuegra (el objeto de la muestra) una progresiva desmaterialización, una no muy disimulada tendencia a dirigirse a productos más atmosféricos, de menos presencia material, a su manera más transparentes. Y, por otro lado, nos encontrábamos confinados en la Sala del Apeadero del Real Alcázar de Sevilla, un conglomerado de pesadas pilastras barrocas, techos abovedados y coloreados motivos decorativos sobrepuestos. El reto fenomenológico fue hacer desaparecer la sala, en una velada alusión a la manera como la arquitectura que se exponía a lo largo del tiempo mostraba una progresiva voluntad aligerarse y diluirse en varios sentidos. La tarea se concentró en disolver visualmente los límites del recinto mediante un halo traslúcido. Un conjunto de materiales diversos (según su localización y su forma de construcción) se pusieron al servicio de la fabricación de un “prisma de hielo” visto desde dentro, según la metáfora utilizada por la prensa local. El hielo puede ser transparente según cómo se observe, pero lo más normal es que su apariencia sea traslúcida.

Años después de la exposición, Valentín Trillo aportó en su Tesis Doctoral4 la restitución de un poco conocido espacio interior de Mies van der Rohe. Entre sus diferentes actuaciones, casi todas poco conocidas, en la Exposición Universal de Barcelona en 1929 se encontraba el propio “cubo de hielo” del maestro de Aquisgrán. Un alter ego inesperado al icónico pabellón nacional alemán. Se trataba del Pabellón de la Energía Eléctrica Alemana, que Trillo documenta y reconstruye gráficamente por primera vez. Un cubo blanco inmaculado en exterior, con un interior igualmente depurado pero configurado por paredes traslúcidas retroiluminadas, probablemente la consecuencia última de los ejercicios compositivos del autor en el Pabellón de las industrias de vidrio de dos años antes, una composición tridimensional de planos sin peso con distintos niveles de transparencia.

Comentando la obra de Caruso St John, en las antípodas de la arquitectura disuelta a que lleva el culto a la transparencia, Pier Vitorio Aureli argumenta cómo la consecuencia final del modelo Dominó de Le Corbusier es la supresión de los muros y las fachadas como protagonistas del espacio5. La transparencia final de las paredes (y en algunos casos su irrelevancia) no sería más que el estado más puro del proceso. En ese trayecto, el plano traslúcido manifestaría un momento intrigante: el muro aún no ha desaparecido, pero la luz y las sombras lo atraviesan. Las deja pasar pero, paradójicamente y al mismo tiempo, nos sigue hablando de la materia que construye la realidad física. Y nos advierte de lo imposible de la transparencia (sea real, fenomenológica o de significado), de la permanente presencia de la caverna y de su mito.

Mayne, Thom. Conected Isolation, en Noever (ed.), Architecture in Transition, 1991.

2 Gideon, Sigfried. Building in France. Getty Center, Santa Monica, 1995

3 Sontag, Susan. Against Interpretation. Vintage, Londre, 1994.

4 Trillo, Valentín. Mies en Barcelona. Arquitectura, representación y memoria. Tesis Doctoral inédita. Documento de investigación ya imprescindible en el corpus de análisis de la figura de Mies.

5 Aureli, Pier Vitorio, “The Thickness of Façade. Notes on the Work of Caruso St John”, en El Croquis, 166, Caruso St John 1993-2013

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Setos en cada triángulo

Torneo3

 

 

 

 

 

 

 

 

Como certeramente ha descrito Antonio Barrionuevo¹, la expansión de Sevilla al norte de su lí­mite amurallado histórico no fue guiada por planificación genérica alguna, sino que, con la espontaneidad de un crecimiento casi vegetal, fue desarrollándose rellenando los recintos de las antiguas huertas mediante conjuntos residenciales inconexos entre sí­, algunos de los cuales no ocultan en su toponimia su precedente agrícola (El Fontanal, Árbol Gordo, El Cerezo, La Barzola). Los antiguos caminos rurales se transmutaron paulatinamente en calles predominantemente radiales con destino en las viejas puertas de la ciudad. En las décadas de la postguerra civil la excusa higienista y la confianza ciega en la repetición de los tipos eficientes de vivienda está en la base de la sopa de barriadas desencajadas que se despliega al norte de las murallas de la Macarena. Con interesantes excepciones, como el caso de La Barzola  (una extraña ciudadela con su propio microurbanismo ensimismado), los bloques de vivienda, repetidos y casi todos derivados bien del modelo de doble crují­a o del tipo “en H”) simplemente se suceden sin jerarquí­a ni estructura urbana reconocible que no sea la agrupación por conjuntos residenciales o la alineación al entramado de calles sin urbanismo.

No hay otra forma racional de agrupar un bloque en doble crujía que no sea la continuidad lineal. Una ciudad de líneas paralelas parecen propugnar algunas barridas en el ensanche norte de Sevilla. Con el bloque en H se pueden generar las mismas alineaciones, de líneas “más gruesas” en su caso, y así parece ocurrir en gran parte de los conjuntos residenciales. Pero en la Sevilla de aquellas décadas de desarrollismo y vivienda en masa tuvo fortuna una particular forma de agrupar los bloques en H: uniéndoos por sus hastiales ciegos, pero no en toda la longitud de esas fachadas sino sólo en la mitad, dejando el patio interior abierto y creando asociaciones diagonales. Observando el plano de la ciudad, éste muestra cómo las barradas parecen deshilacharse conforme se acercan al borde de la ciudad construida. Allí en los bordes, sin obedecer a calles ni a orientaciones repetidas, los bloques en H se alinean diagonalmente en diferentes direcciones, como si añoraran el pasado vegetal del territorio de huertas o las utopías urbanas de Le Corbusier y quisieran aparecer libres, sin fachadas continuas, como objetos plantados en el paisaje. En la misma época se reconocen en el borde oeste de Triana trazados similares: diagonales escalonadas rebeldes a la inevitable trama de calles más o menos reticulares.

La  consecuencia es el reino de los triángulos: residuos en el intersticio entre las fachadas escalonadas y la calle que las circunda. Leftover spaces que sólo cabe rellenar con vegetación y un seto circundante.

El proyecto del Centro de Salud Alamillo de Sevilla no se iba a edificar donde finalmente lo fue. La parcela del concurso de ideas era rectangular y holgada, en la Avenida del Dr. Fedriani, pero, con el anteproyecto ya elaborado, el promotor se encontró con la resistencia vecinal a ocupar un espacio libre ya consolidado como recinto deportivo y de juegos. Con la urgencia de la promesa que había que cumplir, se hizo necesario encontrar una rápida alternativa en un barrio de triángulos disponibles, y normalmente muy pequeños.

En alguna ocasión me he referido a las sensaciones que produjo el proceso de proyecto del Centro de Salud “Alamillo” de Sevilla como las que se dan el algunos clásicos del western como “Río Bravo” o en su versión más salvaje y urbana, “Asalto a la comisaría del Distrito 13”. Allí, conforme a la acción progresa y los villanos se hacen más fuertes en el avance hacia la habitación donde se encuentra custodiado su cómplice, los protagonistas se tienen que defender en un recinto cada vez más pequeño, cada vez más oscuro y cada vez más imposible. Pero donde, por el contrario, la trama se hace cada vez más emocionante.

El programa de usos del Centro de Salud tení­a que acomodarse ahora en una parcela con la mitad de la superficie de la inicial y con la antipática forma de un triángulo muy agudo. Un tipo de solar donde, en posiciones cercanas, habría un seto perimetral y un jardín tení­a ahora que solidificarse un edificio. El fácil imaginar lo preciso que tuvo que ser el juego geométrico del proyecto para encajar los usos, resolver las esquinas y no renunciar a la presencia de algún espacio de encuentro interior representativo. Resultó útil escudriñar las licencias normativas de la ciudad para, por ejemplo, aprovechar el permitido del voladizo de del 50% de la fachada para alcanzar la superficie útil requerida.

Nos gusta imaginar el edificio como un seto sobredimensionado y solidificado, que circunda un pequeño espacio de encuentro. Algo de esta sugerencia permanece en la elección del cerramiento de paneles prefabricados en despiece de grandes piezas de ranurado vertical y ventanas como rendijas de ese imaginado tamiz. En el edificio triangular hay una cuarta fachada, la cubierta, que se trata como un jardín de césped artificial, de donde brotan los lucernarios. Así­, como no podía ser de otra manera, el edificio es invisible desde Google Earth.

Al final caben en los triángulos más cosas de lo que parece a primera vista. Cuando ahora observamos la forma habitual de llenarse de esos espacios residuales, residuos de las diagonales de bloques en H, ajardinados pero muchos de ellos incluso vallados y deshabitados es fácil imaginarlos llenos de vecinos como lleno de visitantes está el atrio del Centro de Salud. ¿Y si los triángulos no fueran residuos? ¿Y si pudieran ser lugares de arquitectura? Y no destinados solamente a esforzados edificios motivados por la urgencia de localizar un sitio para un centro de salud errante sino también para una variedad de equipamientos, al aire libre o no. Jardines usados de forma creativa por la comunidad, espacios de encuentro cobijados, lugares públicos equipados, recintos para la conversación, la lectura, el juego, la interacción con la vegetación o el agua… Nada es residual, todo depende de adoptar la escala adecuada.

William H. Whyte, el apóstol de los “pequeños espacios urbanos” escribía en 1980: “El hecho es, sin embargo, que para el futuro probable las oportunidades en los centros de las ciudades serán para los espacios pequeños (…). Algunos de los espacios más felices, además, son sobras, nichos, restos de espacio que por feliz accidente funcionan muy bien para la gente”2

La imposible inserción de un edificio en un jardín triangular nos hace contemplar de otra manera los recortes, los residuos que antes nos parecí­an mí­nimos, sin posibilidad ninguna de ser habitados. Podemos decir como Lluis Clotet después de visitar por primera vez la intervención de Piñón en Viaplana en la Plaza barcelonesa de Sants, llena de objetos “vulgares” de la ciudad como fustes de semáforos o bolardos galvanizados: “Volví­ de nuevo la mirada a esas cosas que pueblan la ciudad, y vi que eran maravillosas”.

¹ Barrionuevo Ferrer, Antonio, Sevilla. Las formas de crecimiento y construcción de la ciudad. Universidad de Sevilla, Sevilla, 2005.

² White, William H., The Social Life of Small Urban Spaces. Project for Public Spaces, New York, 1980.

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La Universidad y el genius loci

Lawrence Alma Tadema

Las universidades clásicas británicas son claustros. Sus colleges heredaron el prestigio de la vida monacal como metáfora de la entrega esforzada en la búsqueda del conocimiento y se configuraban en recintos ensimismados, a la manera de monasterios cuya introspección se advierte también en el sistema de aprendizaje y en la relación entre tutores y alumnos, que conviven en el mismo marco construido.

Al contrario que en las universidades continentales europeas (cuyas construcciones podrí­an estar dispersas e integradas en el tejido urbano de la ciudad) en las británicas se deja notar una prevención respecto a la contaminación del estudiante con la vida mundana de la ciudad. El modelo claustral es el envoltorio idóneo de este prejuicio y de esa endogamia, generadores de un ambiente creativo y emocional que tan minuciosamente recrearon en sus novelas E.M. Forster o Evelyn Waugh.

Cuando el modelo construido universitario anglosajón se exporta al nuevo mundo (en un viaje con escala en Irlanda), subsiste el prestigio del “cuadrilátero” claustral como núcleo generador de la universidad, pero se trata ya de centros educativos que no se integran en una estructura urbana sino que se conciben en relación con la naturaleza abierta, con un paisaje cuya conquista habita en el gen de los colonos del nuevo mundo. ¿Qué mejor aislamiento de las corrupciones de la ciudad que la naturaleza inmaculada?  Ahí se encuentra el origen del término campus, aplicado a la universidad norteamericana. El claustro británico se ofrece al landscape. No de otra manera (como un monasterio ahora abierto al paisaje, e incluso tratando de abarcarlo) puede interpretarse la Universidad de Virginia, la obra maestra del presidente Jefferson. Desde este tipo de precedentes puede entenderse la recurrente presencia de los cuadriláteros verdes rodeados de edificios docentes (los llamados Arts Quadrangles) que materializan el núcleo central de las universidades históricas norteamericanas.

El campus universitario como concepto urbanístico es un invento tan yankee como la cocacola. La inexorable colonización cultural que emana desde ese lado del Atlántico nos ha hecho asumir este arquetipo como propio, como algo deseado, incluso cuando se fundan universidades que no tienen paisaje al que mirar o en el que desarrollarse, o que están insertas en un tejido urbano consolidado, o cuando las condiciones climáticas y culturales, o los modos de vida y relación, aconsejan unas premisas tipológicas más compactas, más cercanas a nuestro genius loci mediterráneo.

¿Estamos obligados a diseñar una universidad mediterránea a partir de ese modelo del “campus” de edificios aislados sobre una pradera -que se ha infiltrado en nuestra iconografí­a a través del cine y la televisión- cuando nuestras ciudades históricas nos proporcionan referentes más sensatos en cuanto a recintos habitables, sostenibles y a escala del peatón? No basta con colgar el adjetivo “mediterráneo” a cualquier conjunto de edificios y espacios libres para que automáticamente éstos adquieran los atributos de las ciudades más habitables del sur de Europa. En el término municipal de Sevilla, el llamado “campus” de Palmas Altas (complejo universitario-empresarial de gran prestigio en el imaginario oficial) es un ejemplo claro de este equívoco. Se trata de depositar varios cubos de cristal, directamente importados de Londres, superponer  leves paños de lamas de protección solar y hacer todos los cálculos posibles para que algún organismo invisible otorgue una certificación Leed: ya tenemos el campus mediterráneo.

Mientras tanto, en la cercana Sevilla y en los lugares en que sus construcciones atemporales muestran su sentido común, la gente habita sus patios, sus porches, sus plazas, sus parques o sus calles entoldadas y tal vez algún estudiante repase un examen en la galería de un corral de vecinos, a la sombra y a la brisa, sin aire acondicionado ni trigeneración.

No hace mucho fuimos seleccionados para el concurso restringido de ideas para la ordenación general de la futura Universidad Loyola de Andalucí­a, en el término municipal de Dos Hermanas, en los terrenos de un Plan Parcial aún sin edificar en su mayor parte, con libertad volumétrica y tipológica en el diseño. La palabra campus navegaba por las bases del concurso y por su documentación previa, y tal vez en el inconsciente del promotor bullí­an las escenas universitarias del cine americano, pero nuestras referencias para el diseño seguí­an estando muy cerca del Mediterráneo, de las imágenes difusas de ciudades donde conviven los peatones en un mundo de patios, calles estrechas, plazas ajardinadas, de densos tapices de luces y sombras que nuestra propuesta quiso recrear.

La propuesta finalmente elegida por el promotor, llegada en Ave desde el norte, reproducía, esta vez sin cubos pero con prismas, la estrategia del centro empresarial de Palmas Altas (actual sede provisional de la universidad Loyola). El resultado nos dejó aun meditando sobre la posibilidad de generar un modelo autóctono de ciudad mediterránea, inspirada en el sentido común de nuestras ciudades históricas, y dando vueltas a sistemas compositivos inspirados en la estrategia del tapiz de luces y sombras. Como E. M. Forster cuando imaginaba otro futuro en sus novelas más comprometidas: a la espera de tiempos mejores.

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La normativa y el gato de Montaigne

The normative and the Cat of Montaigne

San Jeronimo 1b

“Cuándo juego con mi gata, ¿cómo sé que no está jugando conmigo?”. En su Apología de Raimundo Sebond, Michel de Montaigne introduce esta intrigante frase en medio de una larga disquisición sobre la razón y la fe. La pregunta resume la permanente convicción de Montaigne de que es imposible sondear la vida interior de los otros, sean gatos u otros seres humanos. Es saludable dejarse “jugar”, a la espera de que una actitud abierta expanda nuestro universo cognoscitivo.

Nuestra educación como arquitectos está trufada de narrativa acerca del poder creativo del individuo obstinado y seguro, a la manera del Gary Cooper de El Manantial o del Rem Koolhaas de “fuck context”, pero la realidad del diseño arquitectónico, desde al boceto a la recepción de obra, se parece más a una malla de chispazos provocados por encuentros entre muchas personas que a la senda que marca un infatigable artista mirando hacia adelante. En cada uno de esos encuentros hay diferentes formas de diálogo, de entre las que el arquitecto destila una salida, que luego lleva a otro punto de la malla, otro diálogo y así sucesivamente. En esos encuentros, siguiendo la clasificación de Richard Sennet, la actitud puede ser dialéctica o dialógica..

Sería dialéctica cuando los que se encuentran y exponen sus argumentos, no coincidentes, tienen a resolver las cuestiones encontrando un suelo común, una especie de intersección de conjuntos diferentes. Será dialógica (término acuñado por el crítico literario Mikhail Bakhtin), cuando esa discusión no se resuelve encontrando un sustrato común. Lo importante no es encontrar argumentos compartidos sino que, durante el proceso de intercambio, los que se encuentran pueden llegar a ser más conscientes de los puntos de vista de los otros y expandir la comprensión mutua.

Uno de los nodos más intensos de las malla de encuentros que se producen en el proceso del proyecto se encuentra cuando el diseño se expone a las condiciones de la “normativa” urbanística. La actitud más habitual es considerar a esta normativa como un obstáculo más que el proyecto tiene que salvar, como si el redactor de esas normas estuviera en otro bando dialéctico, con fines diferentes a los del noble diseño que el proyecto va gestando. Los diálogos en las mesas de las Gerencias de urbanismos serían los de opuestos que se sienten a uno y otro lado de esas mesas, y, que, acaban estableciendo un marco común de acuerdo. La mayor parte de las veces el resultado es un modelo de dialéctica: cada una de las partes ha establecido sus premisas irrenunciables y se acaba encontrando el marco común. Pero cuando la conversación finaliza, ninguna visión ha cambiado.

Pero hay ocasiones donde la fortuna hace germinar procesos dialógicos en esos encuentros. Son las ocasiones en las que, más que a convencer, nos acercamos al legislador o al supervisor con cierta apertura, no buscando conclusiones inmediatas, ni siquiera dando por seguras nuestras convicciones, esperando que el diálogo expanda la percepción, confiando que en el otro lado largo de la mesa se esté gestando una actitud similar.

En las primaras fases del diseño de la obra de 68 viviendas y locales comerciales en el barrio de San Jerónimo de Sevilla pudimos tratar con intérpretes de la normativa municipal en actitud que ahora calificaríamos de dialógica. El Plan Parcial era estricto en sus determinaciones. No obstante, no hacía falta ahondar mucho para localizar ciertas contradicciones. Se apelaba, por ejemplo, a búsqueda de transparencias en los patios interiores de manzana y, si se llevaba la normativa al extremo, era lícito generar salientes en las fachadas interiores que arruinaran ese objetivo de continuidad espacial. En la Gerencia de Urbanismo, la arquitecta responsable de licencias, un ejemplo de actitud dialógica nos ayudó a plantear el problema como una reducción al absurdo, a plantear la pregunta correcta: si respetamos estrictamente la normativa, podemos arruinar su espíritu, ¿qué tal si, a costa de una pequeña licencia – asumir que las fachadas interiores del patio pueden encontrarse en el núcleo de escaleras – ofrecemos un tipo de espacio no estrictamente “normativo” (núcleos de escalera transparentes pero interpuestos en los patios) pero coherente con la idea general del plan. A cambio, nuestro proyecto ganaba en compacidad, en relaciones entre las viviendas y en mayor generosidad y riqueza de sus espacios comunitarios intermedios.

De dialógico también podrí­amos calificar el resultado del Centro de Salud Lucano de Córdoba, donde el inteligente Plan Especial de Protección del Centro histórico que redactó Paco Daroca era toda una invitación a las heterodoxias, si la relación con los responsables de la Gerencia de Urbanismo encontraba el clima adecuado, como así fue. Sólo así fue posible una planta baja totalmente diáfana que generó un fluido suceso urbano que realmente invita al transeúnte o el tratamiento de las fachadas de los patios interiores, una interpretación libre y en pizzicato del hueco vertical y de la proporción hueco-macizo que exigían las ordenanzas.

¿Quién jugaba con quien en esas amables conversaciones normativas? En la distancia del tiempo, da igual saberlo, tal vez Montaigne se lo preguntaría. Ahora sólo queda la certeza de que, sólo a través de determinados encuentros y actitudes, la percepción de las cosas cambia. Para todos.

 

¹ Sennet, Richard, Together. The Rituals, Pleasures and Politics of Cooperation, Yale University Press, 2012

² Bakhtin citaba como ejemplos de conversaciones dialógicas las que se producí­an en El Quijote.

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