Las universidades clásicas británicas son claustros. Sus colleges heredaron el prestigio de la vida monacal como metáfora de la entrega esforzada en la búsqueda del conocimiento y se configuraban en recintos ensimismados, a la manera de monasterios cuya introspección se advierte también en el sistema de aprendizaje y en la relación entre tutores y alumnos, que conviven en el mismo marco construido.
Al contrario que en las universidades continentales europeas (cuyas construcciones podrían estar dispersas e integradas en el tejido urbano de la ciudad) en las británicas se deja notar una prevención respecto a la contaminación del estudiante con la vida mundana de la ciudad. El modelo claustral es el envoltorio idóneo de este prejuicio y de esa endogamia, generadores de un ambiente creativo y emocional que tan minuciosamente recrearon en sus novelas E.M. Forster o Evelyn Waugh.
Cuando el modelo construido universitario anglosajón se exporta al nuevo mundo (en un viaje con escala en Irlanda), subsiste el prestigio del “cuadrilátero” claustral como núcleo generador de la universidad, pero se trata ya de centros educativos que no se integran en una estructura urbana sino que se conciben en relación con la naturaleza abierta, con un paisaje cuya conquista habita en el gen de los colonos del nuevo mundo. ¿Qué mejor aislamiento de las corrupciones de la ciudad que la naturaleza inmaculada? Ahí se encuentra el origen del término campus, aplicado a la universidad norteamericana. El claustro británico se ofrece al landscape. No de otra manera (como un monasterio ahora abierto al paisaje, e incluso tratando de abarcarlo) puede interpretarse la Universidad de Virginia, la obra maestra del presidente Jefferson. Desde este tipo de precedentes puede entenderse la recurrente presencia de los cuadriláteros verdes rodeados de edificios docentes (los llamados Arts Quadrangles) que materializan el núcleo central de las universidades históricas norteamericanas.
El campus universitario como concepto urbanístico es un invento tan yankee como la cocacola. La inexorable colonización cultural que emana desde ese lado del Atlántico nos ha hecho asumir este arquetipo como propio, como algo deseado, incluso cuando se fundan universidades que no tienen paisaje al que mirar o en el que desarrollarse, o que están insertas en un tejido urbano consolidado, o cuando las condiciones climáticas y culturales, o los modos de vida y relación, aconsejan unas premisas tipológicas más compactas, más cercanas a nuestro genius loci mediterráneo.
¿Estamos obligados a diseñar una universidad mediterránea a partir de ese modelo del “campus” de edificios aislados sobre una pradera -que se ha infiltrado en nuestra iconografía a través del cine y la televisión- cuando nuestras ciudades históricas nos proporcionan referentes más sensatos en cuanto a recintos habitables, sostenibles y a escala del peatón? No basta con colgar el adjetivo “mediterráneo” a cualquier conjunto de edificios y espacios libres para que automáticamente éstos adquieran los atributos de las ciudades más habitables del sur de Europa. En el término municipal de Sevilla, el llamado “campus” de Palmas Altas (complejo universitario-empresarial de gran prestigio en el imaginario oficial) es un ejemplo claro de este equívoco. Se trata de depositar varios cubos de cristal, directamente importados de Londres, superponer leves paños de lamas de protección solar y hacer todos los cálculos posibles para que algún organismo invisible otorgue una certificación Leed: ya tenemos el campus mediterráneo.
Mientras tanto, en la cercana Sevilla y en los lugares en que sus construcciones atemporales muestran su sentido común, la gente habita sus patios, sus porches, sus plazas, sus parques o sus calles entoldadas y tal vez algún estudiante repase un examen en la galería de un corral de vecinos, a la sombra y a la brisa, sin aire acondicionado ni trigeneración.
No hace mucho fuimos seleccionados para el concurso restringido de ideas para la ordenación general de la futura Universidad Loyola de Andalucía, en el término municipal de Dos Hermanas, en los terrenos de un Plan Parcial aún sin edificar en su mayor parte, con libertad volumétrica y tipológica en el diseño. La palabra campus navegaba por las bases del concurso y por su documentación previa, y tal vez en el inconsciente del promotor bullían las escenas universitarias del cine americano, pero nuestras referencias para el diseño seguían estando muy cerca del Mediterráneo, de las imágenes difusas de ciudades donde conviven los peatones en un mundo de patios, calles estrechas, plazas ajardinadas, de densos tapices de luces y sombras que nuestra propuesta quiso recrear.
La propuesta finalmente elegida por el promotor, llegada en Ave desde el norte, reproducía, esta vez sin cubos pero con prismas, la estrategia del centro empresarial de Palmas Altas (actual sede provisional de la universidad Loyola). El resultado nos dejó aun meditando sobre la posibilidad de generar un modelo autóctono de ciudad mediterránea, inspirada en el sentido común de nuestras ciudades históricas, y dando vueltas a sistemas compositivos inspirados en la estrategia del tapiz de luces y sombras. Como E. M. Forster cuando imaginaba otro futuro en sus novelas más comprometidas: a la espera de tiempos mejores.