Recuerdo al pintor José Olivares Palacios en sus clases de dibujo y trabajos manuales del colegio. Teníamos trece años y él nunca enseñaba su obra propia. Una mañana uno de nosotros leyó en el periódico el anuncio de su primera exposición en Jaén, y algunos nos presentamos sin avisar. En la galería nos encontramos con una colección de melancólicos paisajes de olivar sobre los que flotaban, transparentes, los rostros de las personas del campo. Ancianos, arrugados, pero misteriosamente bellos… ¿Y qué os ha parecido?, nos preguntó a la semana siguiente en clase. Yo sólo acerté a contestar: muy bonita, pero es triste no? Es que el campo es muy triste, contestó José Olivares. En realidad no era triste la palabra que yo hubiera querido decir. En realidad no tenía palabras para dar cuerpo a una vaga impresión de descubrimiento que me habían producido las pinturas. Sabía que, a partir de entonces no volvería a ver los olivares ni las colinas como antes. El paisaje había dejado de ser una postal. En los surcos, en las nubes, en las hileras cultivadas y en las rocas estaba el rostro de las personas que lo habían transformado, las que se hacían ancianos con el, para acabar ser parte de él.
Luego la vida cotidiana va transcurriendo sumida en el territorio artificial del consumo y las utopías más o menos personales, donde la perfección es una arista brillante e inoxidable iluminada con precisión. En los centros comerciales, las únicas personas que combinan con el paisaje son los modelos de las fotografías que los decoran. Los compradores somos intrusos necesarios, pero disonantes en esa extraña perfección codificada. En las fotografías de arquitectura ni eso: mejor que las personas no están.
¿Acoger a las personas y sus desaliños o aceptar la tiranía de la perfección? Nadie escapa a actitudes ambiguas. El mismo Alejandro de la Sota, que sentenciaba que “no puede entrar un desaliñado en el Pabellón de Barcelona” y que “la arquitectura buena está llena de renuncias de todo”, manifestaba en otro escrito casi coetáneo su admiración por la “deshabillé“ de la obra de Le Corbusier, que le predisponía en contra de “esa otra repugnante perfección encubridora de tantos defectos de fondo”.
El primer trabajo de colaboración con el fotógrafo Javier Orive, se propuso documentar la interacción entre las personas y la arquitectura en la obra de 30 viviendas sociales en el sector La Atalaya de Conil de la Frontera, visitándola tres años después de su entrega. La elección de esa obra para este tipo de trabajo fue intencionada. Sabíamos que el recurso tipológico a las calles interiores iluminadas por patios contrapeados que tanto recordaba a los antiguos corrales conileños había encontrado una muy interesante apropiación por parte de los vecinos. Cuando la obra fue distinguida con una de las menciones del Premio Europeo de Arquitectura Ugo Rivolta, para el que enviamos como parte de la documentación las fotos de Orive, uno de los miembros del jurado comentó a posterior que durante un momento desconfiaron de las fotografías. ¿No será un truco del photoshop? Hasta ese punto hemos llegado a creernos que las personas sólo interactúan positivamente con la arquitectura moderna cuando son virtuales y habitan en los renders.
El mismo tipo de aproximación artística a cómo las personas superponen a la arquitectura en está en el trabajo de Rafaela Rodríguez, en su reportaje sobre el edificio de oficinas para Emasesa en Sevilla. Rafaela es también autora de un intenso vídeo titulado Paredes que hablan, en el que se visitan con una mirada íntima tres edificios de vivienda colectiva, entre los que figura nuestra obra de
30 viviendas sociales en el barrio de San Jerónimo de Sevilla. Por sus pausadas imágenes pasan parejas de abuelos, jóvenes en su estudio, niños desayunando… que han hecho de las viviendas un paisaje a su medida. Nada allí es perfecto, nada brilla. Pero allí, al contrario que lo que ocurre delante de los pósters de colonia en los centros comerciales, las personas pegan.