¿Cómo se experimentaría el espacio público de nuestras ciudades históricas si no hubiera tiendas? Si el visitante no fuera el hipotético comprador o el turista habitual, sino un habitante que hace uso de lugar público como algo propio y compartido. ¿Pierde sentido ocupar la calle de un centro histórico si no es para circular, para comprar o para fotografiar? En la ciudad medieval occidental, la vivienda no era el refugio privado que actualmente concebimos, sino un recinto casi completamente público donde podían cohabitar personas de diferentes familias o condición social. La calle de esa ciudad protocapitalista empezaba a configurarse como el escenario de la competencia y de la lucha por el ascenso social. Sólo las iglesias, en su interior, en sus claustros y en sus jardines anexos proporcionaban espacios de impunidad, espacios de sosiego, en algunos casos asociados a la práctica de la caridad en ellos.
En las ciudades históricas, el espacio público es soporte del consumo y del turismo como actividades básicas, de forma que, fuera de horario, las calles están tan desoladas como las representaciones de bajos comerciales de las pinturas de Edward Hopper. El vidrio de los escaparates impone un límite a los sentidos y a los cuerpos. Las plantas bajas sólo son penetradas por quien puede comprar.
En nuestra propuesta para el Centro de Salud Lucano de Córdoba, sacando partido de la imposición de poner en valor una pequeña zona de restos arqueológicos, se generó una completa desmaterialización de la planta baja, donde los restos, los senderos, los patios, los monolitos explicativos y la vegetación crearan la sugerencia de un santuario, de un remanso contemplativo para el viandante de una de las zonas más turísticas del centro histórico cordobés.
La estrategia desarrollada en el Centro de Salud Lucano tuvo su réplica en el proyecto para la rehabilitación del inmueble de la calle Beltrán de la Cueva de Úbeda. El promotor público, consecuente con una teoría de revitalización de los centros históricos basada en su re-habitación, propuso un programa consistente en maximizar el número de viviendas sociales que habrían de ocupar el edificio a rehabilitar. Era éste una antigua “casa-collage” de poco valor constructivo general, pero con interesantes restos de distintas épocas en arcadas, forjados y pilastras, sobre todo en su planta baja.
Tomando como premisa la conversión de la planta baja en un pasaje urbano, un posible santuario donde rodearse de los restos más interesantes, el proyecto alteró los planes programáticos iniciales: serían sólo cuatro viviendas sociales las destinadas a ocupar la construcción rehabilitada y, a nivel de calle, el edificio quedaría simplemente despojado de los añadidos más desafortunados, diáfano, descarnado y sin alterar, pendiente de que un destino de uso público lo integrara en la secuencia de espacios públicos de la ciudad. Más que una declaración categórica, una obra abierta, un apunte, un índice todavía.
Hacer las plantas bajas permeables a un acceso público sin restricciones puede generar experiencias perceptivas imposibles desde la calle. AsÃ, esta operación de desmaterialización hizo aparecer una perspectiva única e inusitada del imponente volumen pétreo de la Iglesia del Salvador: su rotonda y su torre cualifican especialmente la secuencia de penetración urbana que se propone para el inmueble, la cual se culmina en el alargado patio trasero, promesa de un jardÃn contemplativo presidido por ese hito de tan especial significación colectiva.