Teoría de la Invisibilidad

Revista Neutra 8. Acerca de la Facultad de Ciencias del Trabajo de Huelva, obra de Carrascal y De la Puente.

En un encuentro con profesores de la E.T.S. de Arquitectura de Sevilla, en abril de 1993, el arquitecto portugués Carrilho da Graça, citó un artículo de crítica arquitectónica que acababa de enviar a imprenta. Otro arquitecto de Lisboa le había solicitado un comentario acerca de un restaurante cuya ejecución acababa de terminar en la ciudad. Probablemente era una obra valorable y cargada de recursos de diseño, imaginativa y delicada, pero lo llamativo de aquel comentario no era la obra en sí. Lo singular era que, para desarrollar la crítica, Carrilho había adoptado la personalidad de un visitante invidente. El restaurante era comentado describiendo, por ejemplo, la idoneidad del recorrido, el tamaño adecuado de los recintos, el tacto de las paredes, la posición de las mesas, la comodidad del uso de los servicios, el sonido de los distintos pavimentos. Para alguno de los locales “de diseño” que conocemos, una crítica de este tipo sería imposible. Nada inteligente se puede decir acerca de ellos que no sea la comparación visual con otras imágenes u otros objetos.

Va a llegar un momento en que tengamos que pedirle a los edificios que sean invisibles. O mejor, transparentes. Pero no en el sentido físico. Más bien en el sentido de que sean capaces de mostrarnos sin lenguajes superpuestos ni máscaras la profundidad del pensamiento que los ha proyectado. En los mejores edificios no haría falta “ver” para percibir esa inteligencia. Cualquier pieza de arquitectura valorable tendría que poder transmitir su calidad también si se prescindiera del sentido de la vista. Imaginemos descripciones como la de aquel restaurante aplicadas a edificios de nuestra historia moderna:

Existe, en un parque universitario arbolado de otro país, un edificio de biblioteca exento y compacto. Un cubo de ladrillo de varias plantas a la que se accede desde unos soportales perimetrales que nos guían a una escalinata, la cual desemboca en un plano superior interior, un gran atrio vacío, frío, de hormigón. Para disfrutar de la lectura hay que dirigirse desde el atrio a unas torres de escaleras en sus esquinas. Por ellas ascendemos a un anillo de libros apilados que se asoma en todas la plantas a ese atrio monumental. Cuando escogemos el libro hay un anillo más exterior, ya en las fachadas, en las que se incrustan unos muebles de lectura, íntimos e individuales, de madera noble. Como pupitres monacales. Tienen una pequeña ventana. Es probable, imagina el invidente, que desde ella haya una vista privilegiada del campus…

En otro recinto universitario hay un edificio que contiene una Escuela de Arte. Este es un campus urbano, formado por tranquilas calles arboladas, como de ciudad jardín. Desciendo por una de las calles y una suave rampa asoma, e invita a recorrer una diagonal hacia la calle paralela, cruzando la manzana. Mientras la recorro, a ambos lados se percibe actividad, debo de estar atravesando un desfiladero de vidrio a través del que a ambos lados se filtra la actividad de los aprendices de artistas. La rampa se curva y desciende. Continúo la promenade

La arquitectura actual, o al menos la más significativa, tiende desde hace tiempo a la desmaterialización. No solo por la creciente puesta en valor del paisaje preexistente como material de proyecto, la perdida de relevancia de los leguajes heredados o el abandono de la imitación de otras arquitecturas como recurso. También porque, con el siglo acabado, la modernidad, en palabras de Helio Piñón “como modo específico de concebir ha sobrevivido a los múltiples intentos de jubilarla”, y, dentro de sus fundamentos estéticos, uno de los principales sigue siendo, con más pujanza si cabe, la posibilidad de concebir la forma a partir de un programa, creando “artefactos de legalidad propia y específica”[1].

Pienso en estas cuestiones mientras recorro el campus de El Carmen de Huelva, entre objetos edificados, ensimismados, de diferentes lenguajes, y al fondo contemplo una pieza de arquitectura que transparenta sus intenciones. Bordeando la avenida de acceso a Huelva, una pastilla estrecha se alza casi hasta la cota de los bloques residenciales que construyen el otro lado de la calle. En esta pastilla “habitan” los profesores y a ella se enchufan cuatro bloques a los que se asignan los usos de un programa complejo (dos aularios de escuelas diferentes, una biblioteca y un pabellón con salón de actos y cafetería). Bloques bajos para reducir las circulaciones verticales de los alumnos.

La arquitectura necesita apoyos, lecturas para generarse y este edificio los encuentra en la interpretación del programa y del entorno urbano. No sorprende que en la memoria de los autores se repitan las términos relacionados con la transparencia. “La transparencia traduce el funcionamiento interno de la institución”. Una traducción hacia el exterior del uso interior no solo figurada, también literal. Así, el gesto más genuino de la distribución interior consiste en que la galería de conexión que da servicio al “peine” sale de su posición lógica a priori, en el eje central, y salta a la fachada de la avenida. Los despachos desaparecen de esta fachada y en ella solo se muestran las circulaciones de los Departamentos. Lo que estaba destinado a ser un alzado “doméstico”, con una sucesión de plantas de despachos, tiene aquí un “monumental” cambio de escala y al mismo es la expresión física de esa transparencia a distintos niveles de la que hablamos.

Las galerías se apilan frente a la avenida y, a través de un vidrio sin accidentes, el movimiento de los profesores se muestra a la calle como en una pantalla de cine. Desde esta perspectiva, el edificio casi se desvanece entre reflejos acuosos y pasa a ser un marco que muestra únicamente la actividad que cobija.  El plano de vidrio es el mejor anuncio de lo que “ocurre” detrás. A pesar de que se paga un precio en el funcionamiento térmico de estas galerías [2], la transparencia que se genera es muy eficaz en la imagen urbana y hace pensar al observador que no hay mejor fachada que exhibir la vida del edificio. Al mismo tiempo permite generar un mágico corredor a triple altura, sorprendente cuando se accede a él por primera vez desde las galerías interiores y uno se encuentra encaramado en ese desfiladero sobre el tráfico.

 

El campus como contexto

Decían los Smithsons, espléndidos proyectistas de edificios universitarios: “El primer deber del edificio es para con el tejido del que forma parte, y si no se conoce este tejido hay que imaginarlo”[3]

En nuestras universidades llamamos campus a casi cualquier cosa. Pero esa palabra latina nos ha llegado desde el otro lado del Atlántico. Las primeras universidades norteamericanas importaron el modelo del college claustral británico, aumentándolo de escala, descomponiéndolo en edificios y insertándolo en el paisaje. Al poco tiempo nos devolvieron el producto con la marca. La palabra campus se utilizó en Princeton por primera vez a finales del XVIII y desde entonces el concepto ha sobrevivido como una invención tan americana como los refrescos [4], de forma que toda universidad de nueva creación con suficiente terreno para construirse aspira a tener aspecto de “campus”[5].

Pero no convendría olvidar que la escala y el nivel de urbanización de nuestro paisaje no es el norteamericano y que en casi todos nuestros casos nos encontramos con territorios insertos en la ciudad consolidada. Podemos, eso sí, imaginar recintos que, por su dimensión y combinación de actividades quisieran ser también “ciudades ideal del conocimiento”[6]. Aunque, desde luego, sin ese componente puritano que animaba de las primeras universidades norteamericanas, concebidas como territorios ideales, alejados de las “fuerzas corruptoras” de la ciudad.

Aquellos campuses primigenios fueron ciudadelas casi siempre verdes, en torno a su cuadrilátero central, recuerdo del claustro, que mientras tuvieron una escala menor pudieron diseñarse “de golpe”, con un sistema de edificios homogéneo en aspecto, distribución e intenciones. Pero cuando las universidades aumentan de dimensión, no pueden ser diseñadas y construidas “de una vez”, como las ciudades ideales de la imaginación. En esta situación, de crecimiento progresivo y muy gradual, que fue la de las universidades norteamericanas de mediados de siglo y es ahora la de las nuestras de reciente creación, ¿Qué otros recursos pueden garantizar esa cohesión a la pequeña urbe del saber?

El más socorrido de estos recursos suele ser el plano de zonificación, entendido como un organismo articulado, muchas veces cerrado y clásico. También la codificación de los procesos de decisión, en torno a pautas previas pactadas. Otras veces se confía la coherencia del conjunto a la racionalidad, comodidad o calidad ambiental de los recorridos peatonales y rodados. En este aspecto concreto el planificador juega con la ventaja de que pocas veces se discute que la urbanización completa hay que hacerla “de golpe”. Finalmente, sobre el tablero de ajedrez así trazado, se confía en la futura “calidad” de los edificios.

Pero este mismo proceso es el que rige los parques tecnológicos o los recintos de exposiciones universales y no parece que en estos casos nuestra memoria real o figurada acerca de las ciudades ideales se remueva. Para la ciudad universitaria cabría reclamar que la deseada calidad de los edificios tuviera que ver con el compromiso de éstos con el conjunto del paisaje que se genera (más o menos urbano) y con el lugar en el que se insertan. Vienen a la memoria las palabras de Julio Cano Lasso: “En las viejas ciudades, naturaleza y arquitectura se asocian bellamente y contribuyen a crear un paisaje nuevo, lo que yo llamaría un paisaje humanizado. Las viejas universidades formaban parte de estos conjuntos, se integraban en el tejido urbano como una pieza más en ese juego tan bello de calles, plazas y plazuelas, claustros, jardines recoletos” [7].

Si la zonificación se queda en un dibujo de manchas de color y los edificios son piezas ensimismadas, ¿en que acción se generan los sucesos urbanos menudos, propios de nuestra cultura mediterránea?. Es a este respecto donde los edificios que han de depositarse sobre los nuestros recintos universitarios pueden aportar su compromiso con el necesario paisaje urbano y donde el edificio de Carrascal y Fernández de la Puente abre una vía en el campus de Huelva.

El nuevo campus de Huelva tiene sus propios sucesos urbanos preexistentes. El más llamativo está en las antiguas instalaciones militares. Su espacio arbolado central da la pauta para el trazado del nuevo campus, que lo “estira” hasta diseñar una banda verde equipada que se convertirá en su leiv motiv. Los pabellones militares que lo circundan, dispuestos como piezas lineales paralelas y separadas por espacios arbolados, han resultado, y no por casualidad, muy fácilmente adaptables a edificios docentes. El otro suceso urbano se encuentra en el límite opuesto: la nueva avenida de acceso a Huelva con su rotunda volumetría.

Mezclando en la imaginación estos dos sucesos, parece como si, a falta de un concepto claro de cómo deben ser los espacios de esa “ciudad ideal de nuevo cuño” y de ningún compromiso con esa ciudad de los otros edificios recientes, el edificio de C & FP incorporara, casi en un collage, ambos contextos. El edificio contiene, de una vez, los pabellones bajos paralelos entre espacios arbolados (aún por plantar) y el desfiladero de bloques laminares que construye la nueva avenida de entrada a Huelva. Y en esta hibridación fácilmente aparecen los espacios intermedios: plazas, calles, miradores, puentes, pasajes, fosos…

Tanto es el compromiso con la creación de estos espacios ambiguamente urbanos que hasta la manipulación del acceso rodado provoca otro. Se trata del foso de entrada, cobijado por el futuro talud arbolado y atravesado por un puente-mirador. Esta arquitecturización de los aparcamientos es también por contra el origen de la limitación del gesto: este aparcamiento será siempre escaso e “incómodo” – como lo es en la ciudad consolidada -. Un aparcamiento “útil” es por definición “inconmensurable”, grande, creciente y funciona mejor en grandes playas [8].

Respecto al recorrido peatonal de aproximación desde la zona del campus junto al edificio, aún está por construir y no sugiere nada. De eso se resiente el edificio, del que es difícil adivinar la entrada en la llegada desde el futuro espacio verde central (y esta es una aproximación al menos tan importante como la que se produce desde la avenida: no parece casual que en la página web de la facultad la imagen del edificio sea “desde el campus”).

En su memoria de Proyecto los autores hablan de plantas bajas “transparentes” con las que construir esta transición entre el delante y el detrás. El edificio, de alguna manera, quiere desaparecer a la cota del peatón. Este concepto puede construir por sí solo la idea de un edificio universitario. Así fue el caso del Centro de Artes Plásticas de la Universidad de Ohio, obra de Peter Eisenman, ubicado también en el borde de un campus en su contacto con la ciudad. El edificio no tiene delante ni detrás, no tiene fachadas, se presenta únicamente como una calle que conecta el campus con la ciudad. El supuesto objeto desaparece confundido en un collage de sucesos urbanos que se condensan en esa esquina. Es caso extremo de este otro tipo de invisibilidad: el edificio como una porción de paisaje urbano, indistinguible de él.[9]

 

La materialidad.

Quienes seguimos con atención la obra de Carrascal y Fernández de la Puente desde sus inicios no dejamos de admirar su preocupación por otros aspectos invisibles. El espartano ajuste presupuestario de sus viviendas sociales, que no pierden por ello la calidad constructiva ni el aire culto. La habilidad de lidiar con éxito con la asfixiante normativa y supervisión de los edificios escolares. La tenacidad en sacar petróleo de algunos pies forzados de los encargos, como en el caso de las viviendas de calle Vírgenes de Sevilla, cuyo trazado respetó el recuerdo de las antiguas parcelas…

Expresiones todas ellas de una solvencia profesional cada vez más holgada que les permite avanzar, sin tensiones con los promotores, en la incorporación, a veces sinceramente experimental, a veces más a la moda, pero siempre pausada y responsable, de técnicas y materiales que hacen muy variada la materialidad de su obra. En todos esos tanteos creo advertir, desde las primeras obras – que algunos llamaron regionalistas-, hasta las últimas, – como la que comentamos, que quiere ser “industrial”-, una progresiva desmaterialización, una pérdida de peso, real y figurado, una cada vez mayor transparencia.

En ese camino se encuentra este edificio, aunque se pueda echar de menos una más decidida reducción de los sistemas de acabados con los que se juega o un ensamble más “industrial”. En este aspecto concretamente soy consciente de que el momento actual ve proliferar las propuestas arquitectónicas “monomateriales” pero no planteo esta sugerencia de reducción como un recurso con el que homologarse a estas imágenes últimas sino como la consecuencia más coherente con la dirección que llevan los edificios de C&DP, cada vez más esenciales, con menos lenguaje, menos articulaciones, a favor de la pura elaboración de sistemas de espacios y usos.

Paseo ahora por otro lugar, al que también llaman campus, en la Universidad de Sevilla. Un espacio ajardinado entre las facultades científicas. Allí, la Facultad de Matemáticas es el edificio más barato e invisible de todos – por cierto casi monomaterial-. Es un perfecto engranaje de usos, contiene en su interior todo tipo de sucesos urbanos mediterráneos, es mucho más grande por dentro que por fuera, no tiene fachadas…

A lo largo de su carrera, Alejandro de la Sota recorrió todos los grados de la invisibilidad en la arquitectura; desde sus poblados neotradicionales, masivos y llenos de iconos hasta el edificio de los Juzgados de Zaragoza, un puro diagrama. A su manera, Carrascal y Fernández de la Puente recurren pausadamente y sin estridencias su propio camino de depuración. ¿O debía decir de invisibilidad?.


[1] Un concepto de la modernidad a partir del cual Piñón pone en valor obras de arquitectos “invisibles” como el argentino Mario Roberto Álvarez. Véase: Helio Piñón. Mario Roberto Álvarez. Edicions UPC, Barcelona, 2001. Págs. 7-12.
[2] El corredor es tal vez demasiado estanco y desvalido ante la incidencia solar en las tardes calurosas.  El diseño del edificio suaviza, no obstante, esta estanquidad, mediante una ventana corrida superior, hacia la azotea, prevista para crear una corriente de convección, un efecto chimenea, cuando las puertas de los núcleos de escaleras inferiores se encuentran abiertas.
[3] Marco Vidott. Alison + Peter Smithson. Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1997. Págs. 160-173.
[4] Paul Venable Turner. Campus. An American Planning Tradition. The MIT Press. Cambridge, 1995. Pag. 4
[5] Pablo Campos Calvo-Sotelo ha narrado con detalle el impacto que a los futuros diseñadores de la Ciudad Universitaria de Madrid les causó la visita a algunas universidades norteamericanas en El viaje a la utopía. Editorial Complutense, Madrid, 2002.
[6] Según P. V. Turner, en su memoria inicial de diseño de la Universidad de Virginia, Thomas Jefferson insiste por primera vez en el concepto de la “ciudad académica”. Un concepto que hizo fortuna en los siguientes planificadores.
[7] Citado en Pablo Campos Calvo-Sotelo. La Universidad en España. Historia, Urbanismo y Arquitectura. Ministerio de Fomento, Madrid, 2000. Pág. 13.
[8] El extremo contrario, no considerar el aparcamiento como parte integrada en el tejido interior del campus sino ubicarlo en grandes playas muy periféricas dio lugar a un famoso comentario de Bob Hope en 1977: “UCLA es una universidad con carreras de cuatro años, o de cinco si aparcas en el área 32”. Véase P. V. Turner, op. cit., pag. 267.
[9] En este sentido la propuesta de Eisenman destacaba de las del resto de aquél concurso restringido, las cuales proponían nuevos objetos compactos de composición clásica a depositar en el campus. Véase en A Center for the Visual Arts. The Ohio State University Competition. Rizzoli, 1984.

 

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