Improbables máquinas en el jardí­n

Unlikely machines on the garden

Para el imaginario del Movimiento Moderno, el infierno podría estar ubicado en los barrios masificados de las viejas ciudades industriales. En el otro extremo, el paraíso tendría el aspecto de un mar de naturaleza verde bañada por el sol. La ciudad jardín o las propuestas de bloques en altura navegando en un parque infinito de Le Corbusier darían cuerpo a esta utopía. Una nueva arcadia que tal vez no sería más que una actualización del ideal pastoril medieval del “hortus clausus”, el jardín enclaustrado, ahora llevado a la escala urbana.

Confrontada con este ideal, la arquitectura tendría que instalarse en los jardines en forma de artefactos de apariencia efímera, grácil. Los pabellones en los parques románticos, los cenadores de los jardines mediterráneos… no comprometen la supuesta naturaleza inalterada. Refiriéndose a la escala de todo un país, Leo Marx ha escrito sobre las “maquinas en el jardín” describiendo las construcción de territorio norteamericano, generado a partir de la dialéctica entre el ideal pastoril y el mito de la producción industrial.

Somos herederos de esa conciencia que ve jardines a preservar en cada agrupación vegetal, cómodos con la ficción de que la naturaleza inalterada todavía emerge por fragmentos en el interior de la sociedad industrial. Por eso, los proyectos cuya ubicación linda con parques o jardines tienden a recurrir unas veces conscientemente al modelo del pabellón, y otras veces inconscientemente al arquetipo de la máquina, el objeto sofisticado que dialoga por contraste con las formas naturales.

Nuestras obras del Centro de Salud en Casariche y de la Ampliación de la Facultad de Quí­mica de Sevilla, son dos versiones de la arquitectura de “máquinas en el jardín”. En Casariche, el lugar destinado por el Ayuntamiento para el Centro de Salud era insólito: no había más solar posible en el pueblo que un jardín rectangular entre pórticos. Cohibido ante lo categórico de la premisa, el proyecto se planteó desde el principio su construcción como un objeto ligero que ha llegado pidiendo disculpas, que no se asienta sobre el terreno sino que flota sobre él. Los primeros tanteos constructivos (desechados por parte del promotor, por motivos presupuestarios) se planteaban incluso la construcción en seco, como la de un mueble que se podría desmontar en cualquier momento. La versión final, de muy bajo presupuesto, tuvo que recurrir a cerramientos convencionales, pero conservó algunos recursos enfocados a simular esta condición de máquina efímera. La estructura de una crujía central y dos amplios vuelos hace desaparecer el contacto del edificio con el suelo. El revestimiento usa un tipo de piedra (arenisca fósil) y un despiece que remiten a la imagen de los tableros ligeros de madera. Las ventanas aparecen como vitrinas simplemente colgadas en los paramentos.

Más literal con el modelo constructivo de una máquina instalada en seco es la forma como se construyó la Ampliación de la Facultad de Química. Allí sí se recurre a la construcción “atornillada” con cerramientos de tableros que renuncian a la masa a favor del sistema de capas. El espacio intermedio entre el pabellón “que flota” y el suelo se sobredimensiona y termina albergando toda la biblioteca, descrita en todo momento como volumen de aire bajo el edificio y entre dos jardines. En Casariche y en Química, el recurso a la estructura metálica tiene que ver con la optimización de las secciones de los soportes, buscando la máxima desmaterialización del esqueleto y la simulación de la ligereza, de la no permanencia. En el caso de la Facultad de Química la condición de estructura como mecanismo ensamblado se extiende a los forjados, de chapa nervada sobre vigas IPN.

A pesar de lo que quisieron ser, pabellones en el jardín, y de cómo se cuentan, ambos proyectos inspiran una conclusión contradictoria. En los dos casos se trata de operaciones de densificación de entornos urbanos consolidados. No había jardines. En Casariche el espacio interior de la plaza estaba descuidado y casi seco y el espacio delantero de la Facultad de Química no era nada más que eso, una plataforma con parterres. Es ahora, al aparecer los pabellones, cuando los espacios intersticiales que los rodean, ya cuidados y frondosos, dan la sensación de ser los restos de un parque ocupado temporalmente por una máquina. Un parque del que sólo algunos sabemos que nunca existió, pero cuyo imposible recuerdo asoma por los verdes patios que separan la máquina de los límites de su jardín.

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